miércoles, 19 de febrero de 2020
UN TRILLIQUE DE AYER ( continuación )
La jornada del domingo era de ropa limpia ( que a veces ensuciaba rápidamente con las aguas y barro del caudal de riego que pasaba por la calle ) y de misa.
Las tres, las dos y las todas marcaban el sonido avisador de la campana. A mí también me hubiera gustado voltear las campanas para marcar la actividad del pueblo, pero me quedé en monaguillo tirando de vinajeras al lado del altar. ¡ Qué tiempos !.
Surgen también recuerdos de excursiones a la peña Jituero y a las fuentes de Valcabrero, pero lo que más me gustaba era ir hasta la casita de la Mata el Tremendo, el castañar más bonito de Cereceda porque surgió de la mano del abuelo Ángel.
¡ Qué importante fué para mí el abuelo Ángel !. Cualquiera que me hable del abuelo gana muchos puntos en mi consulta. Y son muchos. Y me salen de dentro gestos de cariño para todo aquel que me hace aflorar sus recuerdos. La familia de antes, las enormes ligazones del cariño, disciplinado, pero cariño. De antes, cuando le hablábamos de usted a los abuelos por una educación que era " buena " y en la que la " urbanidad " era un valor en alza.
Los corrales eran un misterio muchas veces. El corral del tío Daniel y la casa de la tía Fina, hoy convertidos en museo etnográfico y verdadero libro de la familia por iniciativa del tío Joaquín. Ir allí de noche, por no sé qué motivos, suponía guiarse por el sonido de los cencerros ( aquí está la vaca Morucha, allí la Cana, o la Pialba de tío Isidro, la de los cuernos más grandes y corniveletos ). Era una aventura muy emocionante.
A su lado el corral de cabras y ovejas, las Tenás, era aburrido y sin misterios, salvo cuando entrábamos en el cuarto del fondo, detrás del banco de carpintero, en el que anidaban telarañas y fantasmas que se abrigaban para la ocasión en mi imaginación.
Siempre me inquietó aquel corral en el que el abuelo Pedro se despidió de la vida, porque nunca tuvo luz en mi infancia.
Más felicidad había en el huerto del Cerezo. Qué ricas ciruelas y moras cogíamos y comíamos en directo y sin lavado alguno. Lo único malo eran las ortigas que picaban aunque pasáramos sin respirar a su lado.
Y las cerezas del prao del Teso y las manzanas de finales de agosto en el prao de las Suertes cuya acidez sabía a dulzura y era la causa de las buenas digestiones de la saludable comida del pueblo.
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