EL OTOÑO DE LOS ROBLES
Quizás porque yo nací en primavera.
El otoño no me ha gustado nunca.
El comienzo de las clases cuando era estudiante en Salamanca, suponía dejar el pueblo y marcharme a vivir a la capital.
Y yo, que soy de pueblo, llevo muy mal la vida de la capital.
Así, de golpe.
Dejar la azada y los pantalones de pana o las albarcas era un sufrimiento pues mis pies no querían sentirse prisioneros de los zapatos.
Cuando pasaron los años y comencé mi " trabajo " de maestro, el otoño me traía una nueva preocupación ante la llegada de la juventud que acudía a las aulas, tanto en un pueblo como en la capital.
Tampoco a los robles de la dehesa boyal de Cereceda les gusta el otoño.
Se quedan desnudos y sus " ropas " son repartidas entre los vecinos en forma de " quiñones " y llevadas a los corrales para servir de cama a los animales.
Los " secarones ", que estaban ocultos entre las hojas verdes, ahora aparecen a la vista del viento cierzo que se encargará de echarlos al suelo y, encima de los carros cargados de hoja, llegarán a las lumbres de las cocinas.
El otoño pone tristes a los robles de la dehesa, como me pone triste a mí y a mi huerto.
Y yo me dedico a podar, en la fase de cuarto menguante, y mi huerto se queda triste y " desnudo " con el otoño.
Foto salamancartvaldia.es
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