domingo, 18 de abril de 2021

 MI VERANEO  " GATUNO "

Este artículo apareció en la Revista PATALOSO Agosto 2.020.

Su autor es el Dr. Manuel Marcos, Oftalmólogo. Hijo y nieto de " gato "


A mi tía Berna, desde el cariño.


Ángel Marcos Marcos


La casa del abuelo Ángel es ahora de tía Berna. Me acuerdo de la casa del abuelo desde que tenía 4 - 5 años. Íbamos en el verano, en el mes de julio hasta mediados de agosto, y en invierno, para la matanza. Y algunos años en abril a la fiesta de San Marcos.

Siempre me han contado que la casa la construyó el abuelo. Iniciaron las obras en 1.944 y la estrenaron en la Navidad de 1.946. Gastó unas 75.000 pesetas de entonces ( menos de 500 euros actuales ). Me dijeron que la piedra la transportaba en carros mi padre, que por entonces tenía 19 - 21 años, desde la zona de la Mata el Tremendo y que los adobes los hacían los tíos Joaquín e Isidro, pisando barro y paja. 

Estoy seguro que habría preferido hacer aquellos ladrillos de barro, aunque parezca tarea poco agradable.

Esta casa es la más bonita de Cereceda, claro que conozco pocas por dentro. En las que se entra primero por el corral no me parecían casas.

Lo primero que me gustaban eran los machaderos de la puerta, para sentarnos en las tardes de verano, al sereno decían, y me entusiasmaba más la regadera que llevaba el agua a los huertos y que estaba enfrente de la casa. Allí echábamos barcos de madera, de caña  o de papel y hacíamos pozas para aumentar la corriente y organizar regatas. Al entrar a la izquierda está el despacho de abuelo Ángel, con su escritorio, sus plumas, bolígrafos y lapiceros y sus cuadernos de apuntes contables y anotaciones.

Siempre me impresionaron las fotos del abuelo y de mi padre vestido de mili y de mi tío Alfonso. Y eché de menos una foto de la abuela Águeda pero nunca pudo hacerse ninguna. Había fallecido en abril de 1.939.

A la derecha estaba el dormitorio del abuelo. Me encantaba dormir allí con él aunque a veces me daba miedo porque en la habitación del fondo, donde estaba la báscula en la que religiosamente me subía todos los veranos para pesarme,  había visto varias veces algún que otro ratón que huía despavorido cuando le buscaba con la cayá, mi único seguro de vida en aquellas peleas.

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